Antecedentes
Si bien el interés central de este trabajo es el análisis de las políticas y la legislación del Estado nacional en materia indígena, como punto de partida, y como referente, se enuncia que la “política colonizadora” religiosa, política y económica, cuyo método “consistió en trasplantar en tierras de América las formas de vida europea, concretamente la ibérica... avalada por la voluntad divina” encontró en la población nativa “el mayor obstáculo para realizar en pureza aquel programa”.[1] Ante esta situación, España implementó una política de incorporación “por medio de leyes e instituciones que, como la encomienda, estaban calculadas para cimentar una convivencia que, en principio, acabaría por asimilarlo y en el límite, igualarlo al europeo”.[2]
Para atender la problemática indígena de manera adecuada, es preciso comprender los diferentes modos en que ha cristalizado la historia de las políticas públicas en México, así como el papel que han tenido los movimientos indígenas en la conformación del Estado nacional. Rodolfo Stavenhagen ha identificado cinco conceptos centrales sobre la cuestión indígena: cultura, clase, comunidad, etnia y colonialismo “alrededor de los cuales se construían cuatro distintos enfoques explicativos sobre las relaciones entre los grupos indios de México y la sociedad nacional”, según expone Juan Luis Sariego.[3]
Los asuntos indígenas, si bien no siempre de manera institucionalizada y casi siempre de manera marginal, han estado presentes en la discusión sobre la construcción y constitución del Estado nacional. Desde principios del siglo XIX, según Francisco López Bárcenas, durante los levantamientos de independencia se prometía reivindicar los procesos de exclusión a los que habían sido sometidos los pueblos indígenas desde la conquista. Sin embargo, en el Plan de Iguala “se estableció la igualdad de todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos ni indios, reconociendo a todos como ciudadanos con igualdad de derechos, al mismo tiempo que ignoraban la existencia de los pueblos indígenas”,[4] el problema fundamental es que se partió de la igualdad cuando se trataba de una ficción en sí misma. Es decir, que desde la construcción del Estado nacional evadió la existencia de diferencias y desigualdades entre la población.
John Tutino asegura que durante la guerra de independencia, “los grupos populares se unieron a la revuelta de Hidalgo y a otros levantamientos, pero fueron derrotados antes de que se proclamara en 1821”. Entre las décadas de 1820 y 1850, contrario a lo que se piensa, hubo un proceso de tensión constante entre las clases en el poder –que perseguían la concentración de las tierras y el monopolio del mercado- y los campesinos, cuyo modo de producción era de autosubsistencia, -que buscaban mantener de sus modos de vida. Durante todo este proceso, “los grupos populares no estuvieron ausentes ni inactivos; pero las élites criollas seguían dominando la construcción de la nación”.[5]
Para cuando se conformó el Congreso Constituyente de 1857 los asuntos indígenas se habían vuelto un problema nacional, “se desprende de las múltiples intervenciones que se dieron durante su discusión, aunado a la abundante legislación que se había producido en los estados de la Federación”[6]. Sin embargo, López Bárcenas señala que este tema nunca se llegó a plasmar en la Constitución. A pesar de que en todas las épocas y en las discusiones en torno a la conformación nacional la cuestión indígena casi siempre estuvo presente nunca se atendió de manera adecuada a las demandas de ese sector de la población.[7]
En este apartado se enuncian las principales acciones del gobierno en materia de asuntos indígenas en los diferentes períodos presidenciales para comprender cómo “la búsqueda desesperada por la esencia nacional por lo general excluía a los indígenas”.[8]
El rechazo generalizado desde la conquista, pasando por el período de independencia, hasta la Revolución Mexicana y en las etapas posteriores, se ha traducido en políticas de etnocidio, incorporación, asimilación o integración, en las diferentes épocas históricas de México. López Bárcenas realiza un recorrido interesante por la legislación de los estados en el siglo XIX, en la que encuentra una diversidad de modos de atender la problemática en las diferentes regiones del país. En Oaxaca, de acuerdo con López Bárcenas, cuando gobernaba Benito Juárez se hizo un intento por el reparto agrario y reconocer la tenencia comunal de la tierra que posteriormente fue revertido durante el porfiriato. Con el pretexto de “sacar al país del atraso” en 1883, se promovió desde el gobierno federal “la colonización de las tierras comunales”.[9] Aún cuando resulta de vital relevancia conocer los detalles de estos procesos, se enunciará el problema para un posterior análisis detallado al respecto.
En cuanto a lo que hoy compone los estados de Sonora y Sinaloa, López Bárcenas explica que en la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Occidente en noviembre de 1825 se establecía una serie de disposiciones referidas a los indígenas:
- El artículo 4º prohibía la esclavitud “así como el comercio y venta de indios en las naciones bárbaras”.[10]
- El artículo 21 “estableció la igualdad de todos los hombres sin importar sus diferencias étnicas”.[11]
- El artículo 28 determinaba “como una causa de suspensión de los derechos ciudadanos ‘tener costumbre de andar vergonzosamente desnudo’, en alusión a la manera de vestir de los pueblos indígenas”.[12]
- El artículo 109 establecía que el Congreso del Estado y su Comisión Permanente tenían facultad de “convertir en pequeñas propiedades las tierras que los pueblos poseían en colectivo”.[13]
Antes de aprobada la constitución en el estado de Occidente, en octubre de 1825, hubo un levantamiento armado de los pueblos yaquis “defendiendo su autonomía e identidad”, rechazaban la incorporación forzada a las milicias estatales y se rehusaban a pagar impuestos por “sus tierras y sus posesiones”. Las medidas tomadas aparentemente “buscaban crear condiciones para el ejercicio de los derechos indígenas”, pero se ocultaba la voluntad de “romper el régimen de autonomía que conservaban y con ello minar el sistema comunal de propiedad sobre sus tierras”.[14]
En el estado de Chihuahua, la Ley de Colonización “prescribió que las tierras baldías de la Alta Tarahumara se poblaran con colonos que instruyeran y civilizaran a los indios”, mientras que en octubre de 1833 se “ordenó que se respetaran las tierras que se habían concedido a los indios, debiendo repartirse en parcelas”.[15] Algo similar ocurrió en los estados de Veracruz, Zacatecas y Puebla.
En cambio, en Jalisco, la ley “sólo protegía la propiedad privada de los indígenas, como cualquier otra, al mismo tiempo que atentaba contra la propiedad colectiva de los pueblos a que pertenecían las personas cuyos derechos se decía proteger”.[16] También en Chiapas se presentó una situación similar en la que se establecía que “todos los terrenos baldíos o nacionales y de propios excepto los ejidos de los pueblos, se reducirán a propiedad particular”, los pueblos indígenas percibieron los efectos de esta promulgación: “más fácilmente podían ser declaradas ociosas [las tierras], o porque no podían demostrar sus derechos sobre ellas con títulos que reunieran los requisitos exigidos en la nueva legislación”.[17] Las disposiciones que fueron limitando la posesión comunal de la tierra en Chiapas fueron aumentando con el correr de los años, al tiempo que los pueblos indígenas diseñaban estrategias de resistencia.
En Yucatán e Hidalgo, asegura López Bárcenas, la intención de desaparecer a la población indígena no se ocultaba.[18] Sin embargo, se trataba de una situación generalizada en todo el país, en el nivel federal y estatal, con una línea “excluyente” y con una visión “eminentemente individualista y homogénea”.[19] Se trataba de una estrategia a través de la cual los pueblos indígenas “fueron perdiendo espacios de poder y sus formas de ejercerlo, al mismo tiempo que la tierra se concentraba en unas cuantas manos y el poder se centralizaba en los órganos federales”.[20]
Se debe tener en cuenta que durante el siglo XIX, si bien el sistema jurídico y político reconocía a todos los habitantes del territorio como ciudadanos, “la expansión del capitalismo agrario y la modernización de la economía no supusieron beneficios para los indígenas. Por el contrario, numerosas comunidades indígenas perdieron sus tierras y fueron forzadas a realizar trabajos dependientes en grandes latifundios”.[21] Arturo Warman, a través de un análisis de la zona oriente del estado de Morelos, muestra cómo la ampliación de las fronteras de las haciendas y el acaparamiento de los recursos naturales fue un modo de obligar a los indios a trabajar en los latifundios ya que “comprimieron a los comuneros en un territorio incapaz de producir suficiente para la subsistencia de sus poseedores... obligó a los comuneros a completar su subsistencia con la venta de su fuerza de trabajo en beneficio de la hacienda”.[22]
La construcción del Estado no admitía modos de vida diferentes al moderno: la economía de subsistencia, el trabajo colectivo, la reciprocidad y la tenencia comunal de la tierra eran percibidas como una amenaza para la unidad nacional. Las tensiones entre el trabajo en las haciendas y el modo de vida campesino se volvieron cada vez más estrechas. La población indígena que no se incorporó a la vida de las haciendas o al trabajo minero optó por refugiarse en las tierras menos aptas para la agricultura y se especializó en trabajar la tierra en zonas montañosas, poco fértiles.
Gonzalo Aguirre Beltrán explica la relación que fue constituyéndose en lo que denominó, las “regiones de refugio”. Las describió como complejas redes de relaciones entre ciudades o pueblos habitados por mestizos hablantes del español, y las aisladas comunidades indígenas. Los indios comercializaban sus productos allí, y obtenían los bienes y servicios que no recibían de la agricultura de subsistencia. Los mestizos “metropolitanos”, que habitaban los centros regionales, aglutinaban el control político, económico e ideológico.[23]
En términos generales, puede aceptarse ésta como una visión amplia de la situación de la mayoría de las comunidades indígenas del país. Sin embargo, no puede entenderse esta estructura como la única existente y viable ya que, justamente, la complejidad de la problemática indígena radica en la diversidad. De manera que es preciso dar cuenta de otros modos en que se desarrolló la relación con el Estado. Juan Luis Sariego, en un estudio en la Sierra Tarahumara, explica que no puede aplicarse el modelo de las regiones de refugio debido a que no existía la idea de comunidad entre los indios tarahumaras.[24] Como este, existen muchos ejemplos que dan cuenta de las diferencias entre la diversidad de pueblos que hoy habita el territorio mexicano, por lo que solamente se puede señalar que una sistematización adecuada de esta información sería de gran apoyo para una discusión en torno a la política indígena.
Es fundamental tener en cuenta que los pueblos indígenas no solamente optaron por refugiarse en las zonas menos aptas para la subsistencia y la agricultura. Durante la primera década del siglo XX, la relación entre los indígenas y el gobierno se tornó cada vez más hostil. En este contexto estalló la revolución.
Es de conocimiento general que en el centro de las demandas revolucionarias se hallaba la necesidad de acceso a la tierra por parte de los grupos campesinos e indígenas. Hay que detenerse en este punto ya que las luchas indígenas y sus demandas han ido tomando diferentes aspectos en los distintos momentos históricos. Desde la época colonial y hasta el momento del reparto agrario, la resistencia indígena se enfocaba en el reconocimiento de la tenencia comunal de la tierra y en la necesidad de ser dueños de la tierra que trabajaban. Esto se debió al modo en que se organizó la sociedad desde la conquista, pasando por el período de evangelización y el proyecto liberal del siglo XIX. A lo largo de los siglos, los indios se convirtieron en trabajadores asalariados o esclavos de los grandes hacendados del país.[25]
Una de las demandas generalizadas de la Revolución Mexicana fue la expropiación de las grandes extensiones de tierra para que los trabajadores agrícolas fueran dueños de sus terrenos y de su trabajo. En el caso de las poblaciones indígenas, el factor de la tenencia comunal fue muy importante. Este es, además, uno de los puntos más importantes a la hora de la lucha por el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas: la forma de sujeto colectivo frente a la idea liberal de individuo.
Francisco López Bárcenas opina al respecto que ante la necesidad de poner un límite a la formación de latifundios se puso declarado énfasis en las formas alternativas de tenencia de la tierra, pero sin “diferenciar la propiedad privada, social o pública, de la indígena que respondía a otras lógicas” y explica que no se establecieron “modalidades de protección a las tierras y territorios indígenas”. De manera similar, y teniendo en cuenta la teoría de las regiones de refugio de Aguirre Beltrán, mencionada anteriormente, “el ejercicio del poder local se concentró en el municipio” en un intento de poner fin al modelo porfirista. Al disolver las jefaturas porfiristas se otorgó todo poder al municipio, dejando fuera las formas diversas de gobierno de las localidades indígenas. De acuerdo con López Bárcenas, “lo correcto hubiera sido distinguir entre éstas [las jefaturas porfiristas] y los gobiernos propios de los pueblos indígenas para no dejarlos en la ilegalidad”.[26]
La constitución original de 1917, en el artículo 27 inciso VI, reconocía la propiedad comunal para tribus y pueblos. Decía así: “Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población que de hecho o por hecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar en común las tierras, bosques y aguas”.[27]
El 18 de enero de 1934, durante el gobierno de Abelardo L. Rodríguez, el Congreso de los Estados Unidos Mexicanos expidió un decreto para reformar el artículo 27 constitucional; este decreto derogaba el contenido original citado arriba y quedaba de la siguiente manera: “Los núcleos de población, que de hecho o por derecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les hayan restituido o restituyeren”.[28] Paulatinamente, fue transformándose este artículo, hasta que en 1992 “se afecta el fondo, cuando viene en concreto a suprimirse esa cobertura constitucional sin sustituirse además por ninguna otra”.[29]
Después de la revolución, la reflexión en torno a qué hacer con los pueblos indígenas se volvió parte central de la planificación estatal. La idea de modernización del país a través de la industrialización y las ideas marxistas sobre la proletarización de la población llevaron a gobernantes y pensadores a sostener que la mejor manera para que los pueblos indios resolvieran su histórica exclusión y pobreza era a través de la asimilación.
En 1921 se creó el Departamento de Educación y Cultura, dependiente de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y en 1923 se establecieron las Casas del Pueblo para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones indígenas.[30] En 1936, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, se creó el Departamento de Asuntos Indígenas (DAI), que más adelante fue detonador del Primer Congreso Indigenista Interamericano en Pátzcuaro, Michoacán (1940). El objetivo del foro fue reflexionar en torno a la situación de la población indígena de todo el continente y se determinó que era preciso llevar a cabo una “acción política” respecto a los pueblos indios. En México, este esfuerzo se tradujo en la transformación del DAI en el Instituto Nacional Indigenista (INI), en 1948, como organismo descentralizado.
Los llamados indigenistas, Ricardo Pozas, Manuel Gamio, Moisés Sáenz, Alfonso Caso, Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán, Alfonso Villa Rojas, Fernando Cámara Barbachano y Calixta Guiteras se dieron a la tarea de pensar el modo en que se incorporaría a los indios al desarrollo nacional y su inserción en la modernidad. A continuación se resumen las principales propuestas de “cambio dirigido”:
- A través del proyecto que denominaron de aculturación se fundaron escuelas rurales y misiones culturales. El principal objetivo era la castellanización de los indios, para una adecuada incorporación a la nación mexicana. Además, había la idea de acabar con la condición campesina (considerada como un residuo de formas de producción precapitalistas).
- A partir del concepto de “región de refugio”, se consolidó la creación de Centros Coordinadores Indigenistas, con la intención de acabar con los abusos de poder local sobre las comunidades indígenas. Además, tenían la consigna de regular “programas conectados con asuntos de agricultura, salubridad, comunicaciones y otros más que no lograban llegar hasta el mundo indígena”. El primero que se conformó fue el Centro Coordinador Indigenista Tzeltal-Tzotzil (CCIT), en San Cristóbal de las Casas, en 1951; más adelante se estableció otro en la Sierra Tarahumara.[31]
- La construcción de infraestructura (caminos, electrificación, atención médica, etc.), la activación del comercio y el incremento de la división del trabajo, también fueron prioridades para la inserción de los indios al Estado mexicano.[32]
Los proyectos que llevó a cabo el INI se prolongaron hasta la década de 1970. En este período se realizaron evaluaciones que mostraron la eficacia y fracaso de las diferentes propuestas iniciales. Hubo una transformación en el modo de contemplar la acción indigenista. Se reconoció que uno de los problemas era la imposición de programas externos sobre las comunidades indígenas. De manera que se planteó el “etnodesarrollo”, cuyos ejes rectores eran una concientización sobre lo étnico y un autodiagnóstico de la comunidad para que surgieran propuestas locales. Asimismo, los numerosos levantamientos armados en zonas rurales e indígenas ejercieron presión para su reconocimiento. En ciertas regiones dichos movimientos se debieron a que aún no llegaba el reparto agrario (existen zonas del país que nunca han alcanzado tal objetivo); pero los movimientos también empezaron a tomar otro discurso: ahora se incluía la lucha por el reconocimiento de la identidad indígena anterior a la identidad nacional. Se trató de una inconformidad clara con las políticas asimilacionistas. Desde los años setenta, hubo un auge de demandas con sustento en lo que se denomina etnicidad.[33] Tanto en el ámbito de los movimientos sociales, como en las investigaciones académicas, ha crecido el interés por dar cuenta de estos procesos.
Como paliativo a esta situación, surgió la acción participativa y posteriormente se implementó un programa de educación bilingüe en zonas indígenas. Es decir, se capacitaba maestros que hablaran la lengua nativa, lo cual seguramente contribuyó a que de se triplicara la población hablante de lenguas indígenas en el período 1970-2000, en el sentido de que se reivindicó el uso de las lenguas nativas por parte del Estado nacional y se puso freno a la creciente castellanización en las poblaciones indígenas.[34] Asimismo, en 1975 se conformó el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, producto de una serie de negociaciones y reuniones sostenidas entre pobladores de regiones indígenas y funcionarios de gobierno.[35]
Los años 1970 y 1980 fueron de tensión en muchos sentidos entre el Estado y los pueblos indígenas. Los asuntos que competían a este sector de la población quedaban cada vez más rezagados. Es claro que la política de acción participativa no fue suficiente para resolver las tensiones entre el Estado y las poblaciones indígenas. Se puede citar el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, pero también enlistar una serie de levantamientos armados, demandas y manifestaciones de grupos indígenas en todo el país, con sus matices culturales y políticos, aunque no hay espacio aquí para nombrarlos a todos.
Otro proceso de suma importancia para la agenda pública en materia indígena es lo relativo a los festejos y protestas en torno al V Centenario del Descubrimiento de América, cuya relevancia histórica no puede dejarse de lado ya que fue uno de los principales motores de la polarización entre el Estado y los pueblos indígenas, así como un incentivo para que las demandas de la población indígena cobrara importancia en la agenda pública, las crecientes movilizaciones a lo largo del país, la reforma al artículo 27 constitucional y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte son referentes necesarios del contexto en el que se llevó a cabo este proceso.[36] Producto de aquella controversia se reformó el artículo 4º constitucional en 1992, al agregarse un primer párrafo:
La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas especiales de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que ellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley.[37]
Las carencias de esta reforma, que en su momento era el único lugar de la constitución que contemplaba a la población indígena, son evidentes por la falta de reglamentación (que fue una demanda posterior y que será analizada en el apartado sobre la Comisión Legislativa) y porque denota una situación meramente ornamental de los pueblos indígenas. Alicia Castellanos y Gilberto López y Rivas señalan que “entonces el movimiento indígena no tuvo fuerza para convertirse en el actor principal en la elaboración y negociación de esta iniciativa de ley” y agregan que no tuvo incidencia en las políticas públicas “ni contribuyeron a un mejoramiento de las condiciones sociales, económicas y políticas de los indígenas”.[38] Fue por ello, que las disputas entre indios y Estado continuaron vigentes e incrementándose.
Stavenhagen esquematiza la problemática como dos modos diferentes de percibir la conformación de un Estado nacional:
- Por un lado, la “nación cívica, compuesta por todos los ciudadanos de un Estado determinado, independientemente de sus características étnicas significativas... la nacionalidad descansa exclusivamente en la relación de ciudadanía entre los individuos y el Estado, reglamentada por el sistema político y jurídico imperante, y que las características étnicas son elementos irrelevantes y secundarios... reduce la ciudadanía a una condición legal de vinculación entre el Estado y el individuo... las distinciones étnicas y la distinción entre ‘mayoría’ y ‘minoría’ cultural no tiene según esta perspectiva ninguna consecuencia política”.[39]
- Por otro lado, la “nación étnica, compuesta sólo o particularmente por los miembros de un grupo que comparten características culturales y valores fundamentales... la cultura, la lengua, la religión, a veces la raza, son elementos fundamentales para fortalecer a la nación y darle identidad. De allí que la nación étnica se haya propuesto históricamente acoger a todos los miembros en un solo Estado”.[40]
Asegura, también, que en el primer caso lo étnico se reduce al ámbito privado, mientras que para la concepción de “nación étnica” hay un desarrollo de la identidad en el ámbito público. Se contrapone la visión del individuo con una visión de la colectividad ante el Estado. Lo que en realidad están haciendo los movimientos de resistencia indígena en el país –y probablemente en el mundo- es replantear la visión de unidad estatal que tradicionalmente se tenía para formular una nueva manera de relacionarse: “en la que sean garantizados sus derechos colectivos y reconocidas sus identidades”.[41]
Esto pudo observarse en el proceso de negociación entre el EZLN y la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) durante la década de 1990, que cristalizó en los Acuerdos de San Andrés el 13 de mayo de 1996, pero que nunca entraron en vigor aún cuando fueron firmados por todas las partes involucradas. Se debe señalar una serie de elementos que salieron a la luz pública a partir de estos procesos.
Sin duda, el levantamiento del EZLN fue detonador de un giro en el modo en que se veía a los indígenas antes de 1994; llegó el momento en que fueron el tema más relevante en la agenda pública, aunque, como señalan diversos especialistas, entre ellos López Bárcenas, Castellanos y López y Rivas, esto no significa que se haya resuelto el conflicto, cubierto sus demandas, o que se haya hecho justicia.[42] La razón del alzamiento fue en oposición a la política agraria del presidente Carlos Salinas de Gortari y a la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC).[43] El gobierno federal fue incapaz de ocultar la rebelión armada, los medios auspiciaron el auge y la expansión del tema y la opinión pública hizo suyas las demandas indígenas. Todos estos factores pusieron en el centro la discusión en torno a lo indígena, pero ya no en términos de política agraria sino de respeto a la diversidad cultural. López Bárcenas explica que se trataba “de reconocer por primera vez desde que se formó el Estado a los pueblos indígenas como parte fundante de la nación y sus derechos colectivos... de reconocer nuevos sujetos de derechos con derechos específicos”.[44]
No sólo es importante resaltar el repentino protagonismo de las demandas indígenas, sino señalar un problema general, relacionado con el crecimiento de la población: “El municipio como la mínima unidad constitucional de gobierno se está alejando de las comunidades que comparten problemas y deben tomar muchas decisiones fundamentales para la vida cotidiana”.[45]
Esta situación trajo una serie de consecuencias negativas que Warman sintetiza de la siguiente manera:
1. los actores se redujeron artificialmente al EZLN y al gobierno, la negociación se centralizó y polarizó;
2. la diversidad de la sociedad nacional y su correlato democrático se simplificaron;
3. la cuestión indígena se divorció de la transformación nacional, se particularizó;
4. se privilegiaron las declaraciones y abstracciones grandilocuentes por encima de las acciones posibles, se confrontaron ideologías y se omitieron los programas y quehaceres;
5. la arena de la discusión se estrechó y se limitó a las reformas constitucionales.[46]
El contexto enunciado arriba es lo que dio pie a la reforma del artículo 2º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en el 2001, la cual será revisada con detenimiento más adelante. De acuerdo con los postulados de Warman, puede adelantarse que la reforma fue insuficiente dado que no atendió las principales demandas de los pueblos indígenas, sino que se centró en un debate ideologizado.
Además, llama la atención que una ley elaborada para un sector social determinado tenga tal grado de ilegitimidad entre la población que supone atender. Las manifestaciones de descontento hacia dicha ley han sido muchas y muy amplias por lo que diversos actores sociales reclaman que se reabra la discusión al respecto y se dé marcha atrás a la contrarreforma aprobada en 2001.[47] Mientras tanto, se ha roto el diálogo entre ciertos sectores de la sociedad civil y los diferentes poderes del Estado por la serie de demandas incumplidas.
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[1] Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir, SEP-FCE, México, 1984, 154.
[2] Ibid.
[3] Juan Luis Sariego, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra de Chihuahua, INI/INAH, México, 2002, 19.
[4] Francisco López Bárcenas, Legislación y derechos indígenas en México, Centro de Estudios para el desarrollo Sustentable y la Soberanía Alimentaria/Cámara de Diputados, México, 2005, 24.
[5] John Tutino, “Comunidades, independencia y nación: las participaciones populares en la historia de México, Guatemala y Perú”, Reina Leticia (coord), Op. Cit., 128.
[6] Ibid., 25. Pueden citarse las palabras de Ignacio Ramírez: “Levantemos ese ligero velo de la raza mista que se estiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola”, epígrafe en Francisco López Bárcenas, Autonomía y derechos indígenas en México, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades/UNAM/Ediciones Coyoacán, México, 2002.
[7] Para un análisis detallado respecto a la relación entre los pueblos indígenas y el Estado nacional durante el siglo XIX, revisar López Bárcenas, Op. cit.
[8] Rodolfo Stavenhagen, “¿Es posible una nación multicultural?”, en Leticia Reina (coord.), Los retos de la etnicidad en los estados-nación del siglo XXI, CIESAS/INI/Porrúa, México, 2000, 332-333.
[9] López Bárcenas, Op. cit., 30.
[10] Ibid., 31
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Ibid., 32.
[14] Ibid.
[15] Ibid., 36
[16] Ibid., 36.
[17] Ibid., 39.
[18] Ibid., 41.
[19] Ibid., 41-42.
[20] Ibid., 42.
[21] Rodolfo Stavenhagen, “Identidad indígena y multiculturalidad en América Latina”, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, núm. 7, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2002. Consulta en línea www.us.es/araucaria/nro7/ideas7_2.htm (enero 13 2006).
[22] Arturo Warman, ... y venimos a contradecir. Los campesinos de Morelos y el Estado nacional, SEP/CIESAS, México, 1988, 52.
[23] Gonzalo Aguirre Beltrán, Obra antropológica IX. Regiones de refugio, INI/FCE/Universidad Veracruzana/Gobierno del Estado de Veracruz, México, 1991.
[24] Para un estudio detallado al respecto consultar, Sariego, Op. cit.
[25] John Kenneth Turner, México Bárbaro, Cordemex, México, 1965; Warman, Op. cit.
[26] Ibid., 43.
[27] Barié, Op. cit., 383. Consulta en línea: http://gregor.padep.org.bo/pdf/Mexico.pdf (enero 19, 2006).
[28] Consulta en línea: http://www.diputados.gob.mx/leyinfo/refcns/dof/CPEUM_ref_014_10ene34_ima.pdf (enero 20, 2006).
[29] Bartolomé Clavero, “Prólogo”, en López Bárcenas, Op. cit., 12.
[30] López Bárcenas, Op. cit., 44.
[31] Alfonso Villa Rojas, “Introducción”, Varios autores, El indigenismo en acción, INI, México, 1976, 17. Para una evaluación completa del Centro Coordinador de San Cristóbal de las Casas consultar este libro.
[32] Julio de la Fuente, Educación, antropología y desarrollo de la comunidad, INI, México, 1977, 245-249.
[33] El concepto de etnicidad surge en las ciencias sociales para explicar procesos de resistencia política con un sustento en la identidad colectiva, es decir, con demandas ancladas en la necesidad de un reconocimiento de modos diferentes de habitar un territorio, de pensar el mundo, dentro y fuera de los Estados nacionales. Frederick Barth enunció el problema en su libro Los grupos étnicos y sus fronteras: la organización social de las diferencias culturales, FCE, México, 1976. Para el contexto mexicano consultar: Guillermo Bonfil, México profundo, SEP/CIESAS, México, 1987.
[34] Warman Arturo, Los indios mexicanos en el umbral del nuevo milenio, FCE, México, 2003, 60.
[35] Para una cronología detallada de la conformación del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas se puede consultar el libro que escribió el primer dirigente indígena en presidir dicho consejo: Vicente Paulino López Velasco, y surgió la unión... Génesis y desarrollo del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, México, Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, 1989, 10.
[36] Para el caso de la agenda legislativa, se atenderá con mayor detalle en el apartado sobre la Comisión Legislativa
[37] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reforma de 1992 al artículo 4º.
[38] Alicia Castellanos y Gilberto López y Rivas, “Autonomías y movimiento indígena en México: debates y desafíos”, en Alteridades, núm. 7, 1997, 146.
[39] Stavenhagen, “¿Es posible...”, Op. cit., 335.
[40] Ibid.
[41] Stavenhagen, “Identidad indígena ...”, Op. cit.
[42] López Bárcenas, Op. cit., 9; Castellanos, et . al., Op. cit.
[43] Si bien es inabarcable para este trabajo un análisis a profundidad de las políticas agrarias es preciso señalar su cercanía con el tema indígena, no sólo porque durante gran parte de la historia de México las demandas indígenas han estado asociadas con las demandas campesinas, sino también porque para las culturas indígenas (y esta generalización tiene sus matices particulares) el territorio y el acceso comunal a la tierra es constitutivo de la identidad indígena. Castellanos y López y Rivas señalan que los Acuerdos de San Andrés “no contenían aspectos fundamentales de la temática agraria, la cual el gobierno se negó a discutir”, Castellanos, et. al., Op. cit., 150.
[44] López Bárcenas, Op. cit., 51.
[45] Warman, Op. cit., 282.
[46] Warman, Ibid.,276.
[47] Magdalena Gómez, “¿Jaque a la autonomía? Indigenismo de baja intensidad?”, en La Jornada. Suplemento Hojarasca, núm. 90, 18 de octubre de 2004, consulta en línea, www.jornada.unam.mx/2004/10/18/oja90-magdagmz.html (marzo 2, 2006).
[Citar como] Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, "Antecedentes", en Asuntos Indígenas [Actualización: 28 de abril de 2006], en www.diputados.gob.mx/cesop/